De mis traumas (II)

El segundo de mis traumas, aunque te cueste creerlo, tiene que ver con la música.

Resulta que empecé con la música porque mis padres, por consejo de unos amigos, me apuntaron a clases de música cuando yo tenía, imagino que, alrededor de 8 años. Tras un año de intruducción al lenguaje musical, tocaba elegir instrumeno y elegimos el piano.

El problema era que no teníamos piano así que no tenía instrumento con el que ensayar. Cuando mis profesoras le hicieron saber que era necesario disponer de uno, la solución de mis padres, no queriendo invertir lo que suponía un piano (comprensible, por otro lado), fue comprarme un teclado de juguete y pagar, en vez de una clase de grupo a la semana, una clase para mi solo.

Desconozco si en la academía les dijeron que eso tampoco era solución, o simplemente pasaron ya que para ellos (supongo) suponía ingresar más dinero al mes, pero sin práctica más o menos diaría es imposible dominar un instrumento. Por más que lo decía en casa, la respuesta era «si ya te estamos pagando una clase a la semana para tí solo» (como si eso fuera suficiente), así que, tras un año de continuos reproches por parte de la profesora por no haber ensayado (no verbalizados pero que yo detectaba perfectamente) y pese haber aprobado finalmente el curso (supongo que hicieron la vista gorda para que mis padres siguieran pagando un año más) dije que no quería seguir.

Pasaron unos cuantos años en los que seguía escuhando música pero en los que no volví a tocar un instrumento más o menos hasta la época del instituto. Entonces, un vecino de mis padres, algo mayor que yo y profesor de cuerda en una peña huertana, les preguntó si me interesaría apuntarme a la escuela de la peña. Yo no tenía demasiado interés ni el folclore tradicional murciano ni en el formar parte de la peña pero la oportunidad de aprender el instrumento (en alquel entonces ya me gustaba el blues, el rock y el heavy metal, donde la guitarra es omnipresente) no quise desaprovecharla.

Allí, en un entorno menos exigente y teniendo, esta vez sí, una guitarra que este mismo vecino me dejó, aprendí a tocar (más o menos decentemente) la guitarra. Con los años tuve otros profesores, mucho tiempo invertido en forma autodidacta, me compré varias guitarras, toqué en algunas bandas, hice algunos pocos conciertos y, en general, ha sido un instrumento que me ha acompañado hasta el día de hoy.

Pero siempre, cuando he tendio un piano cerca, jamás he podido evitar acariciar sus teclas y tocar algunas notas, con la enorme tristiza de no haber podido aprendre a tocarlo y, sobre todo, la frustración de que, para mis padres, yo no aprendí a tocar el piano porque no quise.

Evidentemente, ya de adulto, he tenido la oportunidad de hacerme con un piano (barato, digital, al menos) y haberlo intentado pero la guitarra ya me enseñó que se requiere mucha dedicación para aprender un instrumento, un tiempo que ya de adulto no me sentía con ganas de inventir, entre otras cosas porque además me generaba sentimientos doloros que no quería afrontar. Y, desde luego, no estaba dispuento a que el piano se quedara como un mueble más arramblado en una esquina.

Seguramente, llegados a este punto te estarás preguntando si este trauma tiene algo que ver con el hecho de que te haya hecho aprender a tocar un instrumento desde bien pequeño. Puedo asegurarte que no es así.

Te he hecho aprender música (o que lo intentaras al menos) porque, para mí, es un conocimiento que todos deberíamos tener, independientemente de que queramos dedicarnos a ello o no, del mismo modo que todos deberíamos hacer deporte aunque no vayamos a garnarnos la vida de futbolista (y en el colegio, en general, no le dan la importancia que debería). No es que a mi me haya produdido más o menos satisfacciones (que han sido muchas, entre ellas la de conocer a tu madre), es que lista de beneficios que nos aporta la música es incontable, desde el desarrollo cognitivo, la sensibilidad artística o el sentido crítico.

En lo que sí ha influido mi trauma, desde luego, es en la forma en la que quiero que estudies música. No reglada, sin exámenes, a tu ritmo y de una manera que te permita, sobre todo, disfrutar de ella. Elegí el método Suzuki porque me parecía, sobre el papel, una metodología que se parecía ajustar a esa filosofía que yo buscaba para ti.

Y no, mi trauma tampoco fue lo que determinó que empezaras con el piano. El instrumento lo elegiste tú. Yo pensaba en el violín, que es lo más común en el método (Suzuki, su creador, era violinista), me parecía más fácil y además los hay pequeños, adaptando a tu tamaño. Pero resulta que practicamente desde que naciste has tenido instrumentos en casa: tu madre te dio un kazoo (pito de carnabal para ella, que igual se enfada) y yo te compré un ukelele y una melódica. Yo quería que estuvieras en contacto con instrumentos desde bien pequeño, no para que tocaras sino simplemente para que jugaras con ellos. Pero que fueran instrumentos de verdad, no juguetes, y la melódica y el ukelele me parecían ideales porque, aunque baratos (no se trataba de que te cargaras un Stradivarius), eran instrumentos auténticos y los suficientemente pequeños para que te resultaran manejables. Pues bien, con el ukelele lo único que hacías era cogerlo para darmelo a mí, para que tocara mientras tu cantabas (desde bien pequeño te ha encantado cantar). Sin embargo, la melódica sí me la quitabas de las manos (me decías «quitaaaa») para tocarla tú, como mucho me hacias soplar a mi, pero tocaba tú. Parecías tener predilección por las teclas (más que por las cuerdas) y por eso, muy a mi pesar, la elección del piano.

Y digo muy a mi pesar porque una de las características del método Suzuki es que un papá o una mamá acompañamos a los peques aprendiendo a tocar con ellos y tener que aprender a toca el piano me removía muchas cosas por dentro (tu madre y yo ya habíamos decidido que iba a ser yo quien te acompañara en este viaje).

La noche del día que formalizamos tu matrícula tuve pesadillas, en concreto con mis padres y, aunque no tenían nada que ver con el piano sí que iba de repoches y cosas pendientes, así que supongo que algo tendría que ver. Y el día que llegó el piano a casa, por la noche, cuando tú ya te habías dormido, me puse los cascos e intenté empezar a reconciliarme con el piano (más me valía, al fin y al cabo, nos iba a acompañar durante mucho tiempo) y tras las 5 ó 6 canciones infantiles que he sacado contigo en la melódica y un par de calamitosos compases del «Bohemian Rhapsody» de Queen, el «Preludio en Mi menor» de Chopin y esas cosas que me han gustado desde niño y que minimamente soy capaz de esbozar al piano, sin saber exactamente por qué, no pude evitar romper en lágrimas. Puedo asegurate, cariño, que yo no elegí el piano.

No sé como terminará esto, la verdad. Si llegarás a tocar el piano, si cambiarás de instrumento o si finalmente no tocarás ninguno. Pero si consigo que aprendas a valorar a Chopin (a igual que lo que esté de moda en tu época, una cosa no quita la otra) me daré por satisfecho.

Texto: Abel Laborda. Septiembre 2019.

0. Introducción a un libro por escribir.
1. No aceptes consejos, sobre todo de tu padre.
2. Aprende a tomar decisiones.
3. Sobre el duelo.
4. De tu abuelo (I).
5. De tu abuela (I).
6. De tu abuelo (II).
7. De tu abuela (II).
8. De tu abuelo (III).
9. De tu abuela (III).
10. Con la iglesia hemos topado.
11. Viaja todo lo que puedas.
12. La charla.
13. Sobre la homosexualidad.
14. Chantaje emocional y otras toxicidades.
15. De mis traumas (I)
16. De mis traumas (II)

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*