Un mundo pequeño

Foto: Abel Laborda. Agosto 2016.

La conversación empezó como empiezan todas, tras la tercera copa.

Hablábamos, cómo no, de música y de cómo de distinto era lo que escuchábamos de (más) jóvenes a lo que se escuchaba ahora. Sergio defendía que la música había caído en cierta decadencia, que ya no había grandes bandas como las de antes capaces de congregar a millones de personas en un estadio. José y yo entendíamos que simplemente Internet había multiplicado la oferta y que había mucho más donde elegir. Pero más allá de todo eso, nos dimos cuenta de que el quid de aquella discusión es que Sergio ejemplificaba la forma de pensar de una mayoría: la de creer que tu época fue mejor.

A la sexta copa habíamos olvidado la discusión, pero esa idea siguió navegando por mi cabeza durante semanas. Es verdad que, por más abierta que tenga uno la mente a nuevas experiencias, al final, acabas refugiándote en los lugares comunes. No es que sólo volviéramos a coger la tienda de campaña si el festival incluía el gran reencuentro de aquella banda de juventud que llevaba años sin dar un concierto, es que también acabábamos cerrando siempre los mismos bares, cenando en los mismos tugurios (que todavía conservaban, por cierto, la misma mierda que tenían cuando los pisamos por primera vez), comprando la marihuana al mismo camello (que misteriosamente seguía vivo), poniendo en el home cinema una y mil veces los mismos DVD, llamando a las mismas amigas cuando no queríamos dormir solos o, en el chino de la esquina (por más que ahora te atendieran desde nacionalidades diversas, seguía siendo el chino de la esquina), buscando sólo las mismas chucherías que conocíamos de niños.

Pero el tiempo pasa, las bandas se separan, los bares cierran, los camellos mueren o los arrestan, los DVD se rayan, las amigas se casan y las marcas desparecen. Lo que hace que, según vayas creciendo (y aunque la ciudad se haga cada vez más grande), tu mundo se vaya haciendo paradógicamente cada vez más pequeño.

Aquella revelación provocó en mí una pequeña revolución y me hice el firme propósito de no dejar de ampliar mis horizontes: hablar con una persona nueva cada fin de semana, ir al cine y a un concierto de algún artista desconocido una vez al mes, comprar un disco y un libro cada trimestre y hacer uno o dos viajes al año a sitios en los antes no hubiera estado.

Al cabo de tres o cuatro años, excepto de viajar, me harté de todo lo demás. Conocí a más de una loca cuyo recuerdo todavía me atormenta, me aburrí con músicos y cantantes que desplegaban sobre el escenario más ego que calidad, me compré varios discos que apenas escuché una vez y dejé varios libros sin terminar.

Al final, tras volver a llamar a Raquel y compartir con ella la cena y el desayuno, decidí tomarme las cosas con un poco más de calma. Que no pasa nada cuando llega el momento en el que tienes más recuerdos que experiencias por vivir y que da igual saber lo que gusta y repetir, que aunque el mundo inventa cosas fascinantes cada día también habrá moderneces que nunca podrás comprender y que el secreto está, en definitiva, en no perder la ilusión ya sea por encontrar algo nuevo que te haga feliz o por disfrutar de aquello que siempre te lo hizo.

Texto: Abel Laborda. Agosto 2016.

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*