De feliz resaca

Ayer estuve de boda, se casaron mis amigos J y E. Lo siento, no hice fotos (la que ilustra esta entrada es de catálogo), no me llevé la cámara y ni siquiera saqué el móvil. Fui simplemente a disfrutar de lo que (imaginaba) sería una gran boda.

Primero, porque J y E ya tienen dos hijos en común así que no se casaban ni por convencionalismo, ni por presiones, ni de penalti, ni porque ya tocaba… Se casaban única y exclusivamente por el único motivo que merece la pena casarse, porque querían y porque se querían.

Segundo, porque conociéndoles a ambos sabía que iba a asistir a SU boda. Ya, ya sé que, en teoría, toda pareja tiene la boda que quiere, pero no siempre es cierto. Hay ceremonias que se diseñan pensando en la familia, en la clase social, en lo que se espera de los contrayentes… y no en los verdaderos deseos y naturaleza de la pareja, y eso se nota. De alguna manera, aunque sea una boda preciosa, sientes que algo chirría. No fue el caso. Asistí a una boda preciosa, tremendamente emotiva y donde la esencia de la pareja se destilaba en cada esquina. Me siento tremendamente afortunado y agradecido de que J y E quisieran que les acompañara en este su día.

A J lo conozco desde el colegio, así que, como os podéis imaginar, podría contaros mil cosas, pero solo destacaré una: su lealtad. Yo no me quería mucho a mí mismo de adolescente, básicamente porque no me gustaba. Así que mi pos-adolescencia y mi juventud fueron un proceso de destruirme a mi mismo para construirme de nuevo. Un proceso largo (que no se completó hasta mis años de Universidad), difícil, con enormes altibajos emocionales y en cierta medida bastante doloroso. No sé si J llegó a comprender muchas de mis rarezas, de mis soledades o de mis cambios de humor de aquellos años, pero jamás las cuestionó ni las recriminó, simplemente estuvo siempre ahí, conmigo. Y cuando me convertí en otra persona, un joven adulto bastante diferente al adolescente que había sido, J siguió estando ahí (y hasta hoy). Así que cuando los años llevaron a J a vivir a otras ciudades a trabajar por sus sueños, aunque yo ya no necesitara de ese apoyo, esa distancia me hacía sentir, en cierta medida, algo huérfano. La deuda de gratitud que tengo con J no sé si llegaré a pagarla alguna vez en esta vida.

A E la conozco menos tiempo, básicamente desde su relación con J, pero hemos compartido lo suficiente para conocer dos cosas sobre ella: es una persona tremendamente inteligente y una luchadora tenaz. Por eso soy feliz de que esté con J. En una relación de pareja es inevitable cierta mimetización, cierto contagio. A veces para bien, donde uno lima los defectos del otro y potencia sus virtudes (como digo yo, uno tira del otro hacia arriba). Pero a veces lo que ocurre es que los defectos de uno arrastran al otro (se tiran pero hacia abajo). En este caso, he visto crecer a los dos desde que están juntos, como pareja y como padres y me encanta que esta relación, no solo les hace felices: les hace mejores.

Lo normal en estos casos sería desearles toda la suerte y toda la felicidad del mundo. Sin embargo, aunque la suerte sí cae del cielo, la felicidad es fruto del trabajo: del trabajo de amarse, del trabajo de apoyarse, del trabajo de comprenderse, del trabajo de perdonarse, del trabajo de admirarse, del trabajo de respetarse, del trabajo de complacerse sexualmente, del trabajo de compartir tareas, del trabajo de educar juntos, del trabajo de abrazase, del trabajo de perseguir objetivos, del trabajo de no abandonarse, del trabajo de cumplir sueños… del trabajo que, cuando dos personas se aman, no es un trabajo, como J y E llevan tiempo demostrando.

Mis mejores deseos. Os quiero.

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